Epístola sobre la peste

Dilectísimo y muy honrado amigo , si bien su dulce compañía me ha sido siempre muy jocunda y singularmente placentera, no sólo por sus honestas y corteses costumbres, sino también por sus agradables y humanistas conversaciones, el hecho de haberme privado algún tiempo de ellas, como ya ha ocurrido varias veces por estar [usted] ausente u ocupado en más graves asuntos, me ha provocado un gran dolor, ni siquiera similar al que siento ahora, por su larga estadía lejos de la ciudad que atribuyo a dos principales razones. La primera creo se deba a que su creciente benevolencia hacia mí, con los múltiples beneficios consecuentes y duraderos, hizo que mi apego hacia usted creciera más de lo que pensaba. La otra razón es que, si bien es verdad que la multitud de las cosas y su diversidad distraen las mentes humanas, tengo que admitir que la variedad de encuentros con muchos amigos que en el presente extraño no me han dejado profundizar con el debido cuidado el recuerdo y la consideración de usted ¡amigo incomparable! y de su gentil familiaridad de la que, siendo ahora privado, extraño el placer que en otras ocasiones sentí [y que había menguado bastante] . Además, no solamente estoy privado de semejante amigo y de todos mis otros muy queridos compañeros, sino también de otras personas importantes, tal es así que si los encontrara me sería lícito saludarlos por el estilo de nuestras vestimentas, si no fuera por esto me sentiría un extranjero en alguna otra ciudad.